El
maestro de escuela y aquel niño
Albert Camus dedicó el discurso del Premio Nobel, en Estocolmo, a su maestro de escuela
primaria, el señor Germain, y después de la ceremonia le escribió una carta muy
emotiva para expresarle cuánto le debía de ese honor que acababa de recibir.
“Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no
hubiera sucedido nada de esto… Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted
puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese
a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido”. Aquel maestro de primaria
se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert
Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia, había
vencido la reticencia de aquella familia de toneleros que se negaba a darle estudios
porque necesitaba que el chaval llevara dinero a casa; el maestro le acompañó
en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la
plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca. Era
un chico espabilado, hijo de una madre sordomuda, de un padre muerto en la
batalla de Verdun en la I Guerra Mundial y que crecía en el barrio obrero de
Bellcourt en Argel, entre árabes pobres y franceses subalternos, al cuidado de
una abuela. El maestro señor Germain le contestó a la carta: “Creo conocer bien
al simpático hombrecillo que eras. El placer de estar en clase resplandecía en
toda tu persona. El éxito no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el
mismo Camus”.
En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un niño superdotado que se
encontró con un buen maestro como el señor Germain. Por los ventanales de la
escuela de un pueblo perdido salía la cantinela de la tabla de multiplicar, con
la lluvia en los cristales, según los versos de Machado. Tal vez el niño
llegaba a la escuela municipal en invierno atravesando el campo a pie bajo la
nevada y en el aula con un dedo lleno de sabañones señalaba en el atlas abierto
mares e islas, que a buen seguro nunca podría navegar. O tal vez jugaba en un
descampado en las afueras de la ciudad con otros golfillos si más horizonte que
el de ser un perdedor el resto de su vida. En cualquier tiempo, en cualquier
lugar, hubo un maestro de escuela que un día puso la mano en el hombro de ese
niño e hizo todo lo posible para que su talento no se desperdiciara. Convenció
a los padres, pobres y analfabetos, de que su hijo debía estudiar y lo preparó
personalmente para el ingreso en el instituto.
Hoy es un famoso arquitecto. Tiene 59 años. Ha levantado edificios en
Brasil y en Singapur. En el álbum de fotos que contempla ahora junto con sus
tres nietos aparece la imagen de un niño muy bien peinado con la raya partida,
sonriente, con chaqueta y corbata al lado de un hombre mayor que le pone la
mano en el hombro. Los nietos le preguntan quién es ese señor desconocido. Fue
la foto que se hizo en el parque el día que aprobó el ingreso en el
bachillerato. Todos los éxitos que ha tenido este arquitecto en la vida
proceden de aquella mañana en que su destino tomó el sendero apropiado. En la
escuela del pueblo quedaron otros compañeros que no pudieron estudiar y que hoy
juegan al tute en el hogar del jubilado con gorra y jersey de pico. En el
descampado del barrio marginal de la ciudad siguen hoy otros chavales jugando
como perros sin collar a merced de la fortuna.
En cualquier tiempo,
hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor
Germain
Era un día de junio. El niño se levantó temprano. Su madre le lavó la cara
y el pelo con jabón en una palancana en el corral, le fregó la roña de las
rodillas con un estropajo, le ayudó a vestirse con los pantalones cortos, la
chaqueta, la camisa blanca y la corbata, todo nuevo, estrenado para el caso. El
padre se despidió de su hijo sin palabras antes de ir al campo a trabajar de
jornalero. El maestro acompañó a este niño en el tren hasta la ciudad. En el
vestíbulo del instituto lo dejó en medio de la ruidosa algarabía de otros niños
que eran vástagos de la burguesía ciudadana. El niño se sentó por primera vez
en un pupitre y esperó las preguntas del examinador. Lengua, historia,
geografía, matemáticas. A la salida del examen el maestro de escuela se lo
llevó a tomar un bocadillo y un refresco a un aguaducho del parque. Allí
posaron juntos para una foto del pajarito con palomas a los pies. El arquitecto
repasa el álbum y recuerda a sus nietos que aquel día fue el más feliz de su
vida. El maestro se llamaba don Manuel y ya hace mucho tiempo que ha muerto.
Todos alguna vez hemos tenido un maestro/a que nos ha marcado positivamente en nuestra vida. Y que lo recordamos con gran cariño aunque hayan pasado muchos años. ¿No creéis, que es muy triste no poder recordar a ningún maestro o profesor que haya sido o sea importante para nosotros?
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